Mi abuelo

Rondaba el minuto 21 de la segunda parte cuando Futre, a pase de Manolo, batía a Elduayen poniendo el empate a 1 en el marcador de “El Plantío”. El jugador portugués corrió raudo hacia la banda para fundirse en un abrazo con Luis Aragonés. Se aliviaba así una semana convulsa para el equipo. El presidente, Jesús Gil, en la previa del partido contra el Real Burgos había estado aireando en la prensa sus críticas al equipo, y la continuidad del mister estaba en cuestión. Fue un partido sin brillo, tan frío como aquella noche en Burgos. Un partido de los que pronto son olvidados por los aficionados. Sin embargo, yo lo recuerdo perfectamente: fue el sábado 1 de febrero del 92, el último día que hablé con mi abuelo. Días antes había sufrido una leve trombosis cerebral que le había afectado al brazo y la cara. Con el partido de fondo, yo escuchaba mientras me explicaba cómo recuperaba fuerza en la mano con la ayuda de una pequeña pelota de gomaespuma.

Pepe “Cebollo”, mi abuelo, era un hombre huraño y no muy dado a la demostración de afecto. Hombre de costumbres pétreas que se sentía cómodo en su pequeño mundo de rutinas y horarios inamovibles que, lenta pero implacablemente, había creado a lo largo de su vida. Siempre que podía evitaba participar en celebraciones familiares y cuando lo hacía era imponiendo estrictas condiciones en las que no cabía negociación alguna: siempre por tiempo limitado y definido de antemano, y sin atender a imposiciones de vestimenta ni convenciones sociales. “Yo me quedo en España” era la respuesta más común cuando se le ofrecía algún plan en el que hubiera de romper con su estricta rutina. Sin embargo, era conocido y apreciado por todos en su barrio. No había vecino que no le saludara con un sonoro “¡buenos días, Pepe!” cuando pasaban por su puerta, a lo que él siempre respondía con su “¡adiós, amigo!” De cuando en cuando se desprendía de su coraza y mostraba su cara más amable, como cuando presumía ante sus vecinos de sus nietos: “Este es mi nieto. Es Pepe, como yo” sonreía con orgullo mientras me señalaba.

Nacido en los albores del siglo XX, nieto de un recaudador municipal de la época, vivió su infancia en el seno de una familia acomodada. Avatares de la vida, y divisiones y disputas familiares le privaron de la herencia familiar y acabó trabajando como bracero de la plaza de abastos, algo que nunca llegaría a superar. Carga y descarga de bastimentos no proporcionaba mucho salario pero le permitía llevar a casa fruta y verdura fresca, todo un lujo en los “tiempos del hambre”. Se casó con Anica “la Zarangolla”, mujer de fuerte carácter para quien la familia era su máxima prioridad. Tal es así que cuidó con absoluta devoción, no solo a sus dos hijas, su marido, sus padres y sus suegros, sino que también se aseguró que no le faltara de nada a la prole que una de sus hermanas dejó huérfana cuando la muerte le sobrevino de forma prematura. Mujer de su tiempo que, como tantas otras, afrontó con pragmatismo la vida para sobrevivir en los duros años de posguerra. 

En 1936, con el estallido de la Guerra Civil, Pepe “Cebollo” se convertiría en el “camarada” José Bernal. Movilizado con la 17ª Brigada Mixta combatió en las trincheras de la batalla del Jarama. Nunca dio detalles, pero fue alcanzado de lleno en una pierna mientras batallaba en los alrededores de Madrid. Otra herida más que dejaría honda cicatriz en su carácter. Los recuerdos de la guerra le acompañarían el resto de su vida, sin embargo, decidió guardar para si lo vivido en esos tiempos. Únicamente contaba con humor cómo el hambre en la trinchera le llevó a comerse a traición un bote de leche condensada aprovechando que sus compañeros de batalla buscaban resguardo durante un ataque con artillería. “Si me matan que sea con el estómago lleno”, contaba con humor. Era su manera de quitar dramatismo a una experiencia que le marcaría para siempre. 

De aquella época conservaría la maleta de cartón con la que fue al frente y la mochila de campaña con sus iniciales grabadas, dentro de la que guardaba los vendajes de las primeras curas recibidas cuando fue herido en combate. La mochila, sin embargo, acabaría en la basura. Anica la Zarangolla, haciendo gala del pragmatismo de las mujeres de su época, siempre creyó que el petate mantenía presente el dolor y el sufrimiento de los días de guerra y, a la muerte de mi abuelo, pensó que esos recuerdos debían marcharse con él. Pepe llevó la derrota en silencio, conservando escondida -durante años-  una pequeña pistola que le defendiera de posibles represalias. Sin embargo, su lucha continuó en silencio  pues se declaró en rebeldía silenciosa no yendo jamás a misa y preguntando a mi abuela -no sin sorna-  cuando se preparaba para asistir a la misa diaria: “¿qué vas, a verle los huevos a San Jorge?”, algo que mi abuela no soportaba.

Los golpes de la vida cincelaron su carácter de forma abrupta dejando aristas demasiado afiladas y  esa personalidad introvertida y reservada que utilizaba como escudo. Nunca entendimos cómo dos personas tan diferentes como eran mi abuelo y mi abuela habían acabado compartiendo una vida entera. “Él antes no era así”, decía mi abuela cuando se le preguntaba por qué se casó con él. En realidad era un hombre sensible que encontraba en el cine, las novelas del oeste “de a duro” y la cría de “colorines” una válvula de escape a los grises años de posguerra. Costumbres que le acompañarían hasta el fin de sus días.

Pocos días después de aquel gol de Futre en Burgos, mi abuelo sufriría una fuerte recaída y sería trasladado al hospital de la Cruz Roja de Murcia. Fui a verlo, pero ya no estaba despierto. Yacía intubado en una cama del viejo hospital en el que aguantaría unos días más hasta que el 27 de febrero del 92 su corazón dijo basta. En aquella fría habitación acababa la trayectoria vital de José Bernal Guirao, Pepe “Cebollo”, el que un día fue el “camarada” José Bernal que desde los días de guerra arrastraría una cojera que le recordaría a cada paso el horror de la guerra y el amargo sabor de la derrota.

Los largo días de confinamiento me han permitido recomponer y entender la figura de mi abuelo y ser consciente por primera vez de las similitudes que compartimos. El amor por el séptimo arte o el placer de comer un plato de arroz y alubias bien reposado, o “hecho una plasta” como decía mi abuela, son sólo alguno de los detalles que nunca imaginé me ayudarían a entender quién era. Siempre he recordado a mi abuelo como ese anciano que con el movimiento de golpeo de un martillo imaginario daba cuerda a su reloj de pulsera. Nunca, sin embargo, lo imaginé como un soldado en sus veintitantos dentro de una trinchera empuñando un fusil y sufriendo la crueldad de una guerra. Supongo que, aunque hayan pasado 28 años de su muerte, nunca es demasiado tarde para estrechar los lazos entre un nieto y su abuelo. Que la tierra te sea leve, Padre. 

Iñaki Cano




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Iñaki Cano

Fui editor de vídeo y trabajé para la tele. Soy maestro de inglés y mal fotógrafo.

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