El bizcocho de mi madre

Empecé a escribir esto mentalmente mientras ayudaba a mi madre a preparar un bizcocho.  Leche, harina, corteza de limón, levadura, azúcar y un par de ingredientes más. Los suficientes para que combinados y horneados se hayan convertidos en uno de los objetos claves de la literatura.

Seguro que conocéis el término “La magdalena de Proust”, es el fenómeno por el cual una percepción evoca un recuerdo. Un solo olor, objeto, gesto, imagen o sabor te puede transportar a un recuerdo que creías olvidado. El bizcocho de mi madre es mi magdalena. Para ser más concreto diría que no es el bizcocho en sí, sino la elaboración del mismo. Para ser todavía más diría que son todos los ingredientes recién batidos, preparados para meterlos en el horno y convertirse en bizcocho. ¿Habéis probado alguna vez a dar una cucharada justo en ese momento? 

Hoy he vuelto a probarlo y ha sido esa cucharada a escondidas, ya con treinta años, el que me ha evocado a mi infancia, a cuando mi madre nos dejaba “repelar” lo que había sobrado, a esas peleas con mis hermanos para ver quién daba la última cucharada.

Escribió Chiqui Palomares en su libro “Toda la verdad sobre las mentiras” una reflexión bonita y cierta sobre los recuerdos que se te graban en la infancia: “He olvidado felicitar los cumpleaños de docenas de amigos, qué cené anteayer o el nombre de un conocido, aunque recuerde su cara a la perfección. He olvidado que había quedado a cenar con mi mujer para celebrar nuestro aniversario y he olvidado los afluentes de los ríos españoles que tanto me costó aprender en el colegio. Y sin embargo recuerdo el intenso sabor del Colajet de limón, o cuál era el color favorito de mi mejor amigo, o qué película vi durante aquel sábado por la tarde de vacaciones en Gandía, quizá porque todos esos recuerdos están entrelazados con el momento en que descubrí por fin cómo era realmente mi familia”.

*

He leído mucho estos días sobre lo mal que deben estar los niños llevando el confinamiento, tantas semanas encerrados y, no quitándoles ni un ápice de razón, no dejo de pensar en que ojalá me hubiese pillado esta época siendo un niño. Quizás porque yo fui un niño casero, con mucha más imaginación que ahora y justo por ello preparadísimo para pasar una pandemia encerrado. Sólo necesitaba unos cromos o mis indios y vaqueros para pasar las horas muertas en casa. Es por ello que en esta época de incertidumbre  y de aburrimiento, en el que tengo muchísima menos imaginación y con nada me entretengo más de quince minutos seguidos, regreso consciente o inconscientemente a épocas de mi vida que creía olvidadas, intentando sostenerme a base de recordar momentos que me hicieron feliz siendo niño, a música que me marcó y que llevaba años sin escuchar o eligiendo libros o películas de fantasía, en un intento desesperado de evadirme y aumentar un poco mi nula imaginación. 

Escribió Rainer Maria Rilke que la verdadera patria es la infancia y además de bonito me parece cierto. Será por eso que, fiel defensor de que nuestra patria son los abuelos, nuestros padres, nuestra familia, nuestros amigos del colegio y nuestros recuerdos felices siendo niños, me parece mucho más honesto y sensato este ejercicio de retrospección y de mirar en uno mismo que sacar todo el miedo y el odio fuera. 

Me parece mucho más bonito y útil recordar los cassettes de Celtas Cortos en Mazarrón, los partidos de fútbol interminables en el Colegio o recordar y preguntar por mis abuelos. Y me parece también mucho más bonito ayudar a mi madre con un bizcocho como hacíamos siendo pequeños. Así al menos podré darle una cucharada a mi infancia justo antes de entrar al horno. 

Juanan Salmerón




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