La clave

La reflexión siempre ha sido un motor vital de mi existencia (Cogito ergo sum).  El insomnio que me visita con frecuencia en estos días, me conduce a meditar ya desde horas intempestivas. Desde mi cama pienso en Grecia y Roma, en esas dos civilizaciones cuna de la cultura occidental. Pienso en grandes nombres como Pitágoras, Aristóteles o Tales de Mileto. Todos ellos grandes científicos y filósofos. Hombres que albergaban las distintas ramas de conocimiento. Esta visión del aprendizaje se perpetuó durante siglos posteriores como, por ejemplo, durante el Renacimiento (Leonardo Da Vinci, Galileo Galilei, Francis Bacon, …). Sin embargo, la llegada de la Revolución Industrial trajo consigo la especialización del conocimiento. Su necesaria división de los sectores productivos conllevo en el ámbito de la educación la separación en compartimentos estancos de las distintas ramas del saber.

Esa separación a ultranza nos condenó al posicionamiento, a ser seres de ciencias o de letras. Había que elegir un bando: o razonar sobre las leyes que rigen el mundo o reflexionar sobre la interacción del hombre con el mundo.  Y esa nueva elección condenó al hombre moderno a no llegar a comprender nunca el puzzle de fenómenos que constituye la vida, pues la perspectiva conjunta siempre es la solución.

Por ejemplo, esta cuarenta nos ha regalado tiempo. Un conglomerado de horas muy valiosos para estar con la familia, para disfrutar de los pequeños placeres, pero, sobre todo, para reflexionar sobre nuestra existencia y sobre lo ocurrido. Un viaje en la memoria con el fin de otorgarles a nuestras experiencias un sentido. Y en ese discurrir de recuerdos y pensamientos, la historia que nos contamos es la clave.

Esta idea se me ha constatado tanto desde la neurociencia como desde la literatura.  De esos dos mundos aparentemente antagónicos y que, en realidad, van de la mano. Desde los ensayos del neurocientífico Stephen Porges hasta la pluma de Cervantes, García Márquez o Manuel Vilas, todos ellos me han enseñado a valorar la importancia de la historia en nuestras vidas.

Lo que uno se cuenta es aquello que recuerda.  Lo que le conecta con su pasado y lo que ayuda a configurar su futuro. Todos los pensamientos humanos son ficciones, nunca es la realidad. Según nuestra escala de valores y nuestra personalidad, configuramos cada recuerdo vital de una manera más dramática o más superflua, más caótica o más pragmática.  El “yo” personal de cada uno es el autor que dirige al narrador interior. Por eso, solo nosotros podemos decidir cómo y qué queremos contarnos.

Antes del confinamiento nuestras narraciones no tenían gran precisión, pues no le dedicábamos tiempo al detalle, a la descripción de las emociones. Imperaba la monodosis reflexiva. Unos pocos minutos para meditar sobre lo que nos había ocurrido antes de dormir, y otros pocos para consolarnos en la narración de un suceso de relevancia ante un ser querido durante una ligera comida familiar.  Sin embargo, ahora tenemos tiempo para profundizar en los hechos vitales, para decidir qué focalización queremos adoptar. Para deliberar qué hechos son los relevantes y merecen todo un capítulo en la novela de nuestras vidas, y aquellos sucesos que se quedarán en una sencilla nota a pie de página.

Este confinamiento nos ha dado la oportunidad de sentarnos a escribir de nuevo frente a la hoja en blanco, de poder reescribir nuestras vidas. Solo nosotros decidiremos si esta pandemia nos ha servido para que, a partir de ahora, nuestra narración sea escrita desde el miedo y tenga como protagonistas al consumismo exacerbado y la necesidad de autoritarismo o, por el contrario, comencemos un relato marcado por la humanidad, la empatía y el respeto al orden natural.  La elección en la configuración de cada recuerdo es lo que define nuestra vida, y la clave será la historia que nos contemos.

Erica Ramos




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