Naranja amarga

Hace unas semanas, la Tierra decidió congelar la vida en las ciudades, las rutinas diarias de este sistema que clama por jubilarse; tanto los quehaceres obligatorios que tanto nos irritan, como aquellas actividades que esperábamos con ilusión desde hacía tiempo. Congeló los besos, los abrazos. Y yo me puse a escribir. A escribirte. 

Sobre tú y yo, sobre lo fácil que es la vida junto a ti, incluso a seiscientos kilómetros de distancia. A escribir sobre la alegría que transmites para que continúe amordazando esos miedos sinsentido que, a día de hoy, apenas asoman por el horizonte. 

Y escribo imaginándome cómo va a ser el momento en que volvamos a vernos. ¿Será como la primera vez? ¿Será como todas las siguientes primeras veces que la han seguido? Con esa sonrisa que me invita a estar en casa, con ese nuestro primer contacto estipulado del abrazo que nos ayuda a reconocernos una vez más. Con esos besos de tus labios sabor a naranja amarga. 

¿Recuerdas aquella mañana de finales de abril? Sonrisa cálida por tu parte, corazón de roedor por la mía. Venías directo desde lo más lejos para desayunar conmigo. Pues sí, las citas también pueden empezar con un desayuno, no? Ciertamente, a partir de ese día todo ha sido tan poco habitual a lo que el pasado se empeña en recordarme con sorna, una y otra vez… 

– ¿Tienes mermelada de naranja amarga? 

Creía que ese sabor sólo era admirado con devoción por personas que habían pasado una guerra. O dos. Incluso que ya ni existía. Pues me equivocaba. 

Y no hiciste más que agradecerme todo lo que te ofrecía, mientras explorabas con tu mirada traviesa las estanterías llenas de libros. ¿Sabes? Aún se intuye la mancha de crema de cacahuete en el cojín del taburete que, desde ese momento, ha sido tu sitio permanente. Me gusta hacer de esa salpicadura, testigo de aquellos nervios traicioneros de primera hora de la mañana que nos hicieron conectar aún más con lo que somos; humanos muy alegres, pero también un poco torpes. 

– ¿Quieres ir a dar una vuelta? 

Paseamos por toda la ciudad, con aquel sol que acabó por tostarnos las mejillas. Nos contábamos anécdotas de nuestras vidas, te explicaba leyendas e historias de cada esquina, y también hubo momentos de silencio. ¿Los recuerdas? 

Ese infinito silencio mientras tomábamos algo en aquella minúscula plaza del centro. A decir verdad, si ahora quisiera llegar hasta ella, me sería imposible encontrarla. Aún pienso que ese rincón de la ciudad apareció misteriosamente para aislarnos del resto de la gente y de sus realidades, tan dispares a la que estábamos respirando nosotros. Esa plaza protegida por pequeños comercios y con una bonita fuente en medio. ¿O era un árbol? 

Durante esos insignificantes minutos, que me parecieron eternos, asaltaron mis dudas. ¿Habré dicho algo que no le haya gustado? ¿Seré muy aburrida? ¿Estaré hablando por los codos? ¿Qué estará pensando? 

– ¿Pedimos algo de picar? 

En un nanosegundo disipaste ese tremendo torbellino de cuestiones que tan sólo hacían que molestar. 

A partir de ese momento, los veinte centímetros de estómago vacío, se relajaron y dejaron entrar las ganas de conocerte con calma, de que nos explicáramos cualquier cosa, de que nos preguntáramos sin temor, de que me contaras qué era aquello que íbamos a ver en escasas horas. 

Elswick Kids. Tish Murtha (1978)

Porque, no nos engañemos, estarás de acuerdo conmigo si digo que nuestra verdadera cita empezó por hacer aquella cola interminable en la calle, para ver ese acontecimiento del que yo no tenía ni idea de cómo funcionaba. 

Cuando entramos, vi a tanta gente… niños, familias enteras, grupos de amigos, a esa pareja tan bonita que aún sigo viendo a día de hoy, sabes quiénes te digo, no? Él la hace reír tanto como tú a mí. Incluso aquellas mujeres mayores con las camisetas de sus luchadores favoritos. Todo era tan vivo. 

Sí. Nuestra cita se centraba en un ring y en luchadores que hacían mil y una cabriolas en el aire, que se enzarzaban con el público, que podían hacer lo que quisieran porqué, simplemente, eran luchadores. Y entonces me tocaste la cintura, y me invitaste a palomitas, y abucheamos, y aplaudimos y reímos. Y por siempre, quise más lucha. 

Y de pronto, ya se había terminado todo. Había pasado tan rápido… 

¿Te acuerdas de la vuelta a casa? Una conversación más sincera, más fluida y más valiente. El semáforo se puso en rojo y algo me impedía mirarte a los ojos. No quería que analizaras aquello que estaba ocurriendo en lo más profundo de mí y que, sin remedio, se escapaba por mis pupilas. 

– Si lo único que quiero es abrazar y que me abracen 

Y me abrazaste. Tan fuerte, tan cálido, tan largo, que todo el calor que me transferiste, aún permanece en mí casi un año después. 

Este castigo impuesto me ayuda a fantasearte, a hablarte como mejor sé hacer. A ver con perspectiva el mundo que estamos construyendo, lleno de momentos, de bromas, de canciones, de apoyo por celebrar nuestros placeres, algunos tan distintos. A darme cuenta que esa simplicidad, esa felicidad y esa amistad son de verdad. Verdad de la buena. 

Hoy he hecho mermelada de naranja amarga, para evocarte en este aislamiento forzoso. Para hacer que los días pasen más rápido. Para hacer la espera más corta. 

Para volver a notar el sabor de tus labios. 

Helena Fàbregas
El Cuaderno de Pandora



Comments

  1. Es precios Helena!!!
    El cor obre al llegir les teves paraules!!!!!
    Jo se tot el que elles diuen en tota la seva veritat
    Aplaudeixo aquest pas donat
    T’estimo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas recientes
Comentarios recientes